
05 Feb Volver a las bibliotecas
Fue 2019 un año en el que muchos hicimos algunas cosas por última vez. Lo que pasó a principios de 2020, y que a día de hoy sigue marcando unas pautas que ni esperábamos ni terminamos de encajar con naturalidad, cambió por completo rutinas, costumbres y placeres cotidianos o menos frecuentes, pero igual de necesarios.
Llevaba desde 2019 sin entrar en una biblioteca. Había pensado en ello alguna vez a lo largo de este tiempo, como un breve recordatorio que la nostalgia tenía a bien lanzarme en momentos puntuales. Hasta ese año, cada semana salía de casa, a primera hora de la mañana, para dar un paseo de media hora hasta llegar al parque del Retiro. Lo hacía un día, dos, tres, en función de la carga de trabajo y, sobre todo, de las características del mismo. Porque me gustaba mucho sentarme durante varias horas a corregir novelas y obras de no ficción en la planta superior de la biblioteca Eugenio Trías. Un espacio pequeño en comparación con otras instituciones de la misma naturaleza, pero con un encanto difícil de encontrar en cualquier cafetería, sala de trabajo o espacio de coworking. Desde luego, mucho más acogedor y conveniente, a efectos de productividad, que los diez metros cuadrados de habitación de los que disponía entonces.
Salía de casa a primera hora de la mañana porque la biblioteca abría sus puertas a las 08.30 h. Y, a las 08.15 h, solía haber formada ya una línea discontinua de personas ante la entrada. No importaba que fuese enero, que los termómetros marcasen bajo cero, que cada exhalación a la intemperie se convirtiese en una nube de vaho (era, todavía, una época libre de mascarillas). Conseguir un asiento, una mesa, en aquella biblioteca a cambio de una tiritona pasajera era un precio que se pagaba casi con gusto.
Es verdad que no todas las bibliotecas tienen vistas a uno de los parques más grandes y hermosos que se puedan encontrar entre las principales ciudades europeas, pero entrar en cualquiera de ellas tiene algo de mágico. Lo descubrí, o lo recordé, la semana pasada, cuando regresé a una. El Retiro, por desgracia, ya no queda a media hora de paseo desde mi nuevo domicilio, así que exploré las bibliotecas más cercanas de un barrio aún por descubrir. No para encontrar en ellas un espacio de trabajo (pasada la treintena, he decidido contravenir las estadísticas del país y romper con la tradición de compartir piso in sécula seculórum, por lo que trabajar en casa no se traduce en una batalla sin cuartel con los cohabitantes), sino para hacer uso de la principal herramienta que ofrecen: los libros. En mi primera parada, me encontré con una institución de aspecto moderno. Tanto, que estaba en obras y, por tanto, todas sus plantas cerradas. Solo permanecía accesible la sala de lectura, y, para salvar el sinsentido, habían dispuesto en el vestíbulo varios carritos con una selección de ejemplares rescatados de la clausura temporal.
Por esta razón tuve que visitar otra biblioteca. Pero los cinco o diez minutos que permanecí allí (curioseando cuál había sido aquella selección que los bibliotecarios habían decidido ofrecer durante las dos semanas de restricciones) fueron suficientes para sentirme a gusto. A gusto, esa es la expresión. El silencio, el orden y la promesa de distintas lecturas (por pocas que fuesen) al alcance de la mano me hicieron olvidar mi urgencia por reservar un par de ejemplares que necesitaba para el trabajo. Quise quedarme allí, junto a los dos señores que leían con total apacibilidad en la sala de lectura. O pasear de un rincón a otro del vestíbulo, con pasos lentos y callados, para no enturbiar la paz característica de cualquier biblioteca no asaltada por mercenarios camuflados bajo disfraces de estudiantes en época de exámenes o de jubilados con gusto irreprimible por el carraspeo flemoso y gutural.
Salí de aquel espacio sin lo que había ido a buscar, salí también sin las prisas y la angustia propias de no tener a mano los ejemplares que necesitaba. Unos minutos allí dentro habían bastado para lanzar a un segundo plano las preocupaciones y los quehaceres. Y con esa sensación que ni la valeriana ni el diazepam ofrecen (es una hipérbole, el escenario se presta) me dirigí a la siguiente parada. Un edificio de reforma más antigua, menos a la vista. De idéntica armonía.
En él sí encontré los dos libros que buscaba, además de otro lugar en el que querer quedarme sin hacer caso del reloj o de lo establecido en la agenda. Y como en este caso sí había estanterías rebosantes de libros a libre disposición, me tomé un rato para recorrer buena parte de ellas. Para sorprenderme con algunos títulos que no conocía de autores que sí había disfrutado en otras historias, para recordar cuántas lecturas tenía pendientes, para admirar el cuidado que muchas editoriales ponían en las cubiertas, en los colores, en la tipografía de los trabajos. Títulos sugerentes por un lado, sinopsis irresistibles por otro. La promesa de miles de historias que optan a convertirse en la mejor lectura de la vida de tantas personas. No era una sensación que tuviese en propiedad exclusiva. Durante los minutos que paseé de un lado a otro embebido en las hileras que se abrían ante mí, un par de lectores en busca de sus próximas historias pasearon de manera semejante por las distintas secciones. Acariciaron algunas cubiertas, ojearon unas cuantas páginas, todo con un cariño y una delicadeza que transmitían el respeto que sentían por aquellos artefactos mudos.
Me di cuenta entonces de lo mucho que me gusta visitar una biblioteca. O lo recordé. Dos años, casi, llevaba sin poner los pies en una. Demasiado tiempo sin hacer algo que produce un placer tan instantáneo como sencillo. Qué facilidad tenemos a veces para privarnos de aquello que nos puede cambiar el ánimo, iluminar el día.
Es cierto que frecuento librerías, otro lugar donde surgen sensaciones parecidas. Pero no las mismas. Bibliotecas y librerías son primas hermanas, pero no gemelas. En cualquier caso, sí son compatibles. Y ojalá sigan siéndolo por mucho tiempo. Las ciudades, y las vidas de quienes las habitamos, son mucho más bonitas con ellas. Sobre todo si seguimos dotando de sentido a unas y otras.
Ana
Publicado a las 20:10h, 06 febreroQuerido Paulo, los/as niños/as de B.U.P y C.O.U. ., de la que formé parte, no imaginamos estudiar y prepararnos cualquier trabajo sin bibliotecas. Acabé mis estudios secundarios en el año 1991 y empezaba en Tenerife a manifestarse tímidamente como programa de texto: Wordstar dentro del entorno MS-DOS, y a mi pueblo ni siquiera llegó. Así que todo se “hacía y escribía” a mano. Buena costumbre que aún realizo. Excelente escrito, como todas y cada una de tus palabras. Gracias por escribirlo.
Admin
Publicado a las 08:32h, 08 febreroLas bibliotecas, escribir a mano… Son cosas que no hace tanto eran indispensables en el día a día. Las hemos dejado un poco de lado, quizás, aunque volver a ellas es siempre una sensación gratificante. Gracias por tus palabras, Ana.