UNA SÍLABA

UNA SÍLABA

Ella no tiene nombre. Nació en 1846, quizás un año antes, quizás un año después. Tuvo dos hermanos, aunque pudo ser tal vez hija única. Los datos que han llegado a nuestros días sobre ella son inexistentes. Por eso, podemos completarlos con búsquedas inagotables y con toda probabilidad infructuosas. Podemos completarlos, también, con literatura.

            Fue un mediodía cálido de agosto, o una noche gélida de enero. Regresaba a casa después de una jornada exigente en un taller. Subió las restallantes escaleras del edificio y, al abrir la puerta, no se enfrentó a ningún aroma particular. Antes de poder quitarse el abrigo, de acomodarse en su propio hogar, la voz de su marido hizo notar el detalle. El de la ausencia de aromas en particular. Según él, se traducía en que la cena no estaba preparada. Según él, sus tripas rugían de hambre.

            Era tardísimo, una concepción del tiempo que ella no compartía del mismo modo. Como tampoco compartía la aparente obligación de, cada noche, al llegar a casa, ponerse a cocinar para calmar el hambre de otros. Por eso invitó a su marido a preparar el menú para ambos.

            Supo leer en su mirada lo que vendría a continuación, y aun así negó con la cabeza cuando él pronunció su demanda con los dientes apretados. Cuando la demanda se convirtió en soniquete, dio media vuelta y le hizo frente. La sílaba enmudeció al marido. Aquella era para él una palabra desconocida, indescifrable en boca de su mujer. Por eso, desconcertado, volvió a repetir su mandato. La mujer contraatacó con las mismas dos letras. Esta vez más alta, más claras. Y, cuando vio la boca de él abrirse en medio de una cara enrojecida por la ira y la inseguridad, se anticipó con una nueva declaración. Idéntica a las anteriores, todavía más firme en su resolución.

            En la casa de al lado, en la misma planta de aquel discreto edificio, la vecina oyó con sorpresa las dos letras que resonaron con el ímpetu suficiente para traspasar una pared. Dos días más tarde, en su puesto de trabajo, se vio impelida por una fuerza desconocida y se alzó de su asiento para pronunciar alto y claro ante la figura dominante de su jefe la misma sílaba.

            Una década después, día arriba, año abajo, una de las compañeras de trabajo de esa vecina la imitó al hacer frente a su padre, que al oírla enmudeció y cayó enfermo de impotencia para el resto de sus días.

            El recorrido nos conduce hasta 1955. Por fortuna podemos precisar el mes, diciembre, y también el nombre de la protagonista, Rosa. En un autobús que se había ido llenando de gente, Rosa recordó las dos letras que había escuchado a su madre, quien, a su vez, había llegado a oírlas en boca de su abuela. La misma que, tiempo atrás, había sido testigo de la firmeza de su compañera de trabajo, aquella que una vez había sido vecina de la mujer que no había percibido ningún aroma en particular al regresar a casa porque ella no se debía a cocinar de manera ritual y perpetua para los demás.

            Desconocemos todavía su nombre, si tuvo o no hermanos. Desconocemos también dónde y a quién escuchó ella pronunciar aquella sílaba rotunda por primera vez. Pero, al menos, sabemos que no tuvo miedo al defender todo lo que le pertenecía. Su dignidad, sus derechos, su manera de vivir. Decir «no» la hizo pionera. A ella y a muchas más.

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2 Comentarios
  • Laura
    Publicado a las 22:17h, 08 marzo Responder

    Con una sílaba el respeto era palpable en todas estas mujeres.
    Respetémonos 🙏🏻 Precioso, gracias.

    • Admin
      Publicado a las 17:26h, 09 marzo Responder

      Muchas gracias por tus palabras, Laura. 🙂

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