
23 Sep Solo son noventa y dos
Desde hace un tiempo, he tomado por costumbre desayunar los fines de semana en el bar de abajo. Me gusta llamarlo así, «bar de abajo», aunque sea más bien una cafetería coqueta y con apenas unos meses de vida. Bajo o el sábado o el domingo, porque plantarme allí los dos días me parece un abuso y un peligro, sobre todo por la vitrina repleta de dulces de distintos tamaños, colores y sabores que cada mañana recibe a la clientela con diversas poses de seducción.
No es mi intención dedicarle estas palabras a los dulces (aunque acaban de hacer un allanamiento de morada mental en toda regla), sino a la escena de la que fui testigo el domingo pasado. No estaría escribiendo (al menos, no esto) de no haber caído una especie de sonajero sobre los azulejos del establecimiento, interrumpiendo lo que hasta entonces era una mañana de desayuno corriente. El hecho es que el sonajero cayó, y ahora yo escribo esto.
Al entrar en el bar de abajo, como cada sábado o domingo, busqué mi hueco cerca de la cristalera, hacia el fondo del local. Es una mesa más retirada y que hace esquina, por lo que suele estar vacía. Perfecta para alguien a quien no le ha entusiasmado nunca ser el centro de atención, ni siquiera a la hora de pedir un desayuno. Unos minutos después, bebía sin prisa el descafeinado con leche de cada fin de semana, acompañado de la tostada con aceite y tomate de cada fin de semana. Lo hacía, he dicho, sin prisa, algo a lo que me tuve que acostumbrar en las primeras ocasiones. Trabajo en casa de lunes a viernes, algunas semanas de lunes a domingo. Y no es lo ideal mezclar las comidas con el espacio de trabajo, siempre hay algo pendiente sobre el escritorio (la agenda abierta, un documento a medias, un correo electrónico recién llegado…) que deja en un segundo plano lo que está en el plato, y uno cede a la urgencia. La lucha del autónomo se podría resumir así: en que lo que está sobre el escritorio no gane a lo que está sobre el plato.
Un par de mesas más allá, en un lugar más iluminado y céntrico (o sea, a metro y medio de distancia), dos amigas de mediana edad batallaban por terminar sendos desayunos y mantener en calma los ánimos de los hijos pequeños de una de ellas. Prometo no ser más fisgón de lo apropiado, pero la charla desenfadada de las amigas ponía banda sonora obligatoria a mi tostada, con los berridos intermitentes de la más pequeña de las criaturas, que se revolvía con insistencia en el regazo de su madre. La mayor tan solo parecía descolgar su atención del televisor panorámico cuando en los rotulillos del programa que emitían aparecía algo que no terminaba de quedarle claro. «¿Qué es “litigios”, mami?», «¿por qué se pelean por una custodia?». Me pareció de lo más entrañable oírla (escucharla, a esas alturas) preguntar por qué era tan importante que alguien hubiese perdido los papeles, qué podía haber escrito en ellos que fuese tan valioso. Me gustó su idea, y preferí pensar que el matrimonio de famosos de turno cuya vida radiografiaban en esa tertulia matutina había traspapelado todo lo relativo a su herencia, en lugar de simplemente haberse separado por razones que no atraían mi atención tanto como la de la niña y discutir de manera acalorada en varias imágenes que el programa adjuntaba.
Fue unos instantes después cuando sonó el estrépito del sonajero al estamparse contra el suelo (el bebé lo había meneado unas cuantas veces antes, pero omití esto para que no se le coja tirria a la madre por despreocuparse del jaleo que estaba armando). Estábamos con que el sonajero cayó, la madre regañó con dulzura a la criatura, y luego hizo un esfuerzo insuficiente para recoger el juguete sin perder a su hijo en el intento. Apareció entonces una mano que no me había pasado del todo desapercibida cuando entré en el bar de abajo. Pertenecía a una señora de edad avanzada, que sin embargo no encontró ninguna dificultad en agacharse para recoger el juguete y devolvérselo con una sonrisa al bebé. Este pareció quedar hipnotizado por la presencia de la señora; no reaccionó a la ofrenda, solo se quedó mirándola fijamente a los ojos, como si ante él se acabase de revelar un mundo nuevo.
Lo que me había llamado la atención de esta mujer al bajar a por mi desayuno era que, al igual que yo, ocupaba sola una mesa. Nadie le hacía compañía, ni falta que hacía, aunque estemos acostumbrados a ver a gente más joven hacer planes de manera individual, como si aquellos más mayores necesitasen de una vigilancia o un cuidado particulares. Pero aquella señora estaba tan mimetizada con el espacio que no había vuelto a reparar en ella hasta su aparición para recuperar el juguete perdido. Un juguete que terminó recogiendo de su mano la madre, ante el pasmo ininterrumpido de su bebé. La señora, con una elegancia y una voz delicadas, hizo un gesto para preguntar a la madre si le importaba que acariciase a su criatura. Una sonrisa le dio vía libre, y casi al instante de sentir esos dedos llenos de surcos en su mejilla, el bebé sonrió también. Emitió una especie de hipido, el adelanto de una risa que estaba todavía en desarrollo. La señora se contagió de ese gritito dulce y soltó unas carcajadas relajadas, siguió pellizcando con ternura el moflete del pequeño.
Fueron madre y amiga quienes, contagiadas por la bondad del contacto que se había establecido, interrumpieron de manera voluntaria su charla acelerada para brindarle toda la atención a la señora, que preguntaba por la edad del bebé. «Yo tengo cinco años», dijo la hermana de la criatura, reclamando su cota de protagonismo. «Y una cara preciosa, también», respondió la señora, ganándose a la niña. «¿Sabes cuántos tengo yo?». Ninguna de las adultas se atrevió a tomar parte en la respuesta, por miedo a una descortesía que una niña de cinco años no identificaba como tal. «Mmmmm, doscientos cinco», respondió sin atisbo de duda. «¡Marta!», regañó de manera automática la madre. En su cara había un gesto que mezclaba vergüenza y reproche, al igual que en el de su amiga, como si ambas debiesen hacerse responsables de esa sentencia infantil.
Las carcajadas de la señora volvieron a flotar por el establecimiento, y el bebé se unió a ella con su hipido. Sus risas se mezclaron de manera natural, sincera, con puro gozo.
Aquel sonido hacía pensar en que si había alguien en el mundo con ganas de reírse así, este no podía ser tan mal lugar. Y recuperándose todavía de su ataque, la señora le dijo a la niña que se había quedado cerca. «Cerca de la mitad, solo tengo noventa y dos». La revelación cogió por sorpresa a ambas madres, y supongo que a mí también, que aunque ocupaba un papel pasivo en la escena, me sentía en cierto modo parte de ella. A la niña, no obstante, pareció decepcionarle un poco haberse quedado tan lejos del acierto.
Observé a la señora como si acabase de entrar en el local. Noventa y dos años. Siempre he concebido como una barbaridad la posibilidad de alcanzar una cifra como los noventa, por más que haya conocido y conozca a muchas personas que lo han hecho. Pero, sobre todo, siempre le he temido a la posibilidad de llegar a una edad pareja. Asocio un número así con una vida que ya lo ha vivido todo, con un cuerpo que carga con todas las consecuencias de haberlo vivido todo, y con una cabeza que tiende a perderse en las tinieblas que anteceden al fundido a negro definitivo. Pero allí, delante de mis ojos, tenía una prueba fehaciente de que me equivocaba. Porque la risa de aquella señora desprendía vitalidad, no había una silla de ruedas (ni tan siquiera un bastón) convertida en compañera inseparable, y sus palabras sonaban con una firmeza erigida en reflejo fiel de la lucidez con que eran pronunciadas. Noventa y dos años.
No sé si lo hicieron movidas por la revelación que acababa de tener lugar, pero las amigas le ofrecieron un asiento a la señora junto a ellas. Esta lo declinó con mucha amabilidad, y les explicó sin enredarse en historietas de final inalcanzable que se iba a poner coqueta para la comida con sus hijos y nietos. Porque sí, los noventa y dos los cumplía ese mismo día. No tardaron en felicitarla, y la niña aplaudió mientras se arrancaba tímidamente con un Cumpleaños feliz que la amiga de su madre le ayudó a reflotar. Me habría unido yo también con gusto, pero mi timidez (eso y que sobraba mi intervención) ganaba a la de la niña.
Le desearon las tres un feliz día, y también el bebé, que personalizó su felicitación con una serie de hipidos cuando la señora se despidió con unas últimas caricias. Nada de carantoñas exageradas, nada de evocaciones soporíferas. Unas caricias dulces, tiernas, como las que desearía sentir cualquier nieto que no llegó a recibirlas de su abuela. La sonrisa feliz del bebé. La mueca de envidia sana aunque mal disimulada de la niña. Los gestos cómplices de las adultas. Antes de irse, la señora se acercó a la hermana mayor y le preguntó qué le gustaba desayunar. «Ya desayuné», anunciándole que cualquier ofrenda llegaba tarde. «Me gustan los cruasanes», apostilló, tras pensárselo bien un segundo. Y sin que la madre tuviese tiempo a reaccionar, la señora regresaba del mostrador con un cruasán envuelto. «Para la merienda o para cuando tu madre considere oportuno».
Y así, después de hacerle ese pequeño regalo a la niña que se quedó tan contenta, la señora que cumplía noventa y dos años salió del establecimiento. Lo hizo seguramente tal como había entrado para disfrutar de un desayuno en su sola compañía el día de su aniversario: sin cojear, sin dudar, sin encorvarse, desmontando todas las creencias que yo arrastraba hasta esa mañana de café y tostada. Noventa y dos años. O doscientos cinco. Nunca había importado tan poco una cifra.
Laura Espelt
Publicado a las 07:35h, 23 septiembre¡Qué bonito, Paulo!
Esos desayunos de fin de semana son placenteros y dan lugar a vivir escenas tan bonitas como la descrita.
Ojalá poder llegar a los 92 años con está salud (física y mental).
El ritmo del artículo calma hasta al más estresado.
Gracias.
Admin
Publicado a las 09:29h, 23 septiembreSí, ojalá llegar a la edad que sea sin perder facultades físicas o mentales. Ese es el verdadero privilegio que podremos disfrutar en la vejez. Así no temeríamos tanto a esta palabra… Gracias a ti por tu tiempo, como siempre, Laura.
Laura
Publicado a las 08:10h, 23 septiembreBuenos días!!!
Acabo de darle el último sorbito a mi café calentito disfrutando de esta lectura y me he visto, ahí, en tu bar, junto a la cristalera visualizando la escena.
Qué bonito escribes!! Gracias…
Qué bien empiezo mi primer día de otoño!!
Un saludo y viva la gente amable y que sonríe…
Admin
Publicado a las 09:30h, 23 septiembreMuchas gracias, Laura. El otoño es una época que merece ser estrenada con armonía. Y que viva la gente amable y que sonríe, siempre, en cualquier estación del año.
Shirel Jambrina
Publicado a las 08:11h, 23 septiembreMe he emocionado varias veces.
Gracias por escribir y mirar el mundo tan bonito.
Admin
Publicado a las 09:31h, 23 septiembreGracias a ti por tu tiempo, Shirel, y por reconocer la emoción en las situaciones del día a día.
Noemí Ortega Tejada
Publicado a las 08:19h, 23 septiembreSolo 92. Pero sabe el secreto de la vida. Delicioso.
Admin
Publicado a las 09:31h, 23 septiembreSin duda, y creo que sus gestos son la manera de compartir con los demás ese valioso secreto.
Ana Cuesta Benavente
Publicado a las 08:27h, 23 septiembre¡Oh! Muchas gracias, Paulo, por dar protagonismo a una “abuela”. (Yo llamo así a todos los mayores aunque no hayan tenido ni hijos)
Y es que en esta sociedad tendemos a tratarlos como algo viejo que estorba, en lugar de aprender de su experiencia.
Son tantas sus vivencias, sus logros, sus anécdotas, que podrían considerarse enciclopedias con patas. Pero el resto de la humanidad se empeña en tratarles como a un estorbo o en el mejor de los casos ignorarlos.
Lo dicho, que esta locuela se enrolla, muchísimas gracias por darles el protagonismo que merecen.
Admin
Publicado a las 09:34h, 23 septiembreTodos son “abuelos” por lo que esta palabra puede tener de entrañable y respetuoso. Han vivido más que el resto, y la experiencia siempre concede ventaja, por eso habría que observarlos con más atención y admiración.
Gracias a ti por tu tiempo y por no ver a nadie como “algo viejo que estorba”.
Cristina Gómez
Publicado a las 08:57h, 23 septiembre¡Buenos días Paulo!Lo que no tenia planeado era que hoy saltaría de mi cocina, con mi café en la mano, a ese “bar de abajo” y sería observadora de la escena también. Creo que hemos compartido mesa en ese lugar lleno de dulzura y no por los dulces que se venden allí. Gracias por escribir de esta manera tan bella!.
Admin
Publicado a las 09:36h, 23 septiembreBuenos días, Cristina. Un gusto haber compartido este desayuno contigo, y con los otros protagonistas de la escena. El “bar de abajo” de cualquier barrio puede ofrecerle a uno momentos como este, hay que disfrutarlos.
Menchu velaz
Publicado a las 09:08h, 23 septiembreQue bonito escribes Paulo. Me veo allí. Y esa señora que maravilla . Solo deseo que todos envejezamos como ella.
Y te deseo muchos desayuno así de bonitos.
Admin
Publicado a las 09:37h, 23 septiembreFirmaría que todos tuviésemos al menos la posibilidad de envejecer como esta señora. Se quedaría un mundo muy bonito. Gracias por tu tiempo y por tus palabras, Menchu.
Esther Jaurrieta
Publicado a las 09:16h, 23 septiembre¡Ay, Paulo! Que estoy hoy sensiblona porque cumplo cuarenta y me has tocado la fibra. Precioso relato. Gracias por escribir textos tan bonitos. ☺️
Admin
Publicado a las 09:38h, 23 septiembre¡Muchas felicidades, Esther! Espero que estrenes este número con ánimo y alegría. Hasta los noventa y dos queda todavía un recorrido larguísimo que confío en que no te canses de disfrutar. 🙂
Eli
Publicado a las 13:06h, 23 septiembreQué suerte tenemos de que tengas tan buen ritual de desayuno y observes estas situaciones tan bonitas y sobretodo el poder transmitirlas de esta forma tan maravillosa. Gracias
Admin
Publicado a las 19:58h, 23 septiembreMuchas gracias, Eli. La suerte también es comprobar que existe gente tan inspiradora y admirable a nuestro alrededor.
Belén Salazar
Publicado a las 15:41h, 23 septiembrePaulo, ¡qué delicadeza y belleza en tus palabras!.
Me has transportado a momentos muy tiernos de mi infancia cuando podía disfrutar de mis abuelos.
¡Qué linda anciana la del relato!
Muchas gracias por compartir tus escritos.
Admin
Publicado a las 20:01h, 23 septiembreQué bonito es tener la posibilidad de regresar a la infancia y revivir momentos con los abuelos. Y qué suerte que nos ayuden a ello otras personas inspiradoras que nos encontramos en nuestro día a día.
Ana Martín Cañadillas
Publicado a las 19:23h, 23 septiembreNo me imagino recibir hoy viernes, un mejor regalo que este texto. Qué privilegio inmenso leerte.
Admin
Publicado a las 20:01h, 23 septiembreMuchísimas gracias por tu tiempo y por tus palabras, Ana.
Rocío Fariña
Publicado a las 19:31h, 23 septiembreQué bonito, Tengo un niño de 14 meses y me siento muy identificada con estas escenas maravillosas que nos ocurren los días que también bajamos a desayunar al bar de abajo
Admin
Publicado a las 20:02h, 23 septiembreHay que reivindicar a esos bares de abajo que nos brindan la oportunidad de ser testigos, o partícipes, de escenas llenas de vida.
MONTSE
Publicado a las 19:54h, 23 septiembreA veces no sabemos apreciar la belleza de lo cotidiano…este pequeño relato me ha transmitido alegría,tranquilidad y mucha paz…por unos momentos me he trasladado allí con todos vosotros.Precioso!😊
Admin
Publicado a las 20:03h, 23 septiembreMe alegro de que hayas podido trasladarte a la escena a través del texto. La vida, al final, son estos momentos. Y, sobre todo, reconocerlos y poder disfrutar de ellos.
Edurne Cadelo
Publicado a las 07:05h, 24 septiembreUn placer leerte, Paulo.
Admin
Publicado a las 09:14h, 24 septiembreMuchas gracias, Edurne. 🙂
Noemí
Publicado a las 09:23h, 24 septiembreMe he emocionado, quizás porque he dedicado 12 años de mi vida a las personas mayores o quizás porque he disfrutado mucho de la Soledad y ese desayuno me ha llevado a varios pisos/bares de mi vida. Sea como sea, gracias!
Admin
Publicado a las 07:58h, 26 septiembreTe doy gracias por tu dedicación, Noemí, siempre hará falta. Que no nos falten pisos/bares donde sentir admiración por la vida y quienes la viven.