
13 May MAIGRET DUDA
Hay grandes personajes detectivescos (englobando en este concepto a policías, comisarios, detectives, etc.) que se han labrado su propio trono en la historia de la literatura. El Hercules Poirot de Agatha Christie; el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle; el Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, si barremos para casa… Entre ellos está también el comisario Maigret, de Georges Simenon. Y, al igual que los anteriores, también él ha dejado un legado profuso.
Anagrama y Acantilado han querido rescatar a esta figura de la novela negra lanzando una nueva colección para la que han aunado fuerzas. Que dos editoriales de referencia en la industria española hayan tomado una decisión así es una muestra de la importancia que tiene dicho comisario. Quizá consideren, también, que todavía no se le ha leído lo suficiente en nuestro país. Y se nos brinda una nueva oportunidad.
Lo mejor de las historias que tienen a Maigret como protagonista (partiendo de que el patrón sea similar en ellas, ya que en mi caso se trata de un primer acercamiento a este personaje) es el estilo con que están narradas. Con una precisión casi quirúrgica, la voz en tercera persona se pega al comisario hasta tal punto que por momentos podemos olvidar que no es él mismo quien narra. Esto lo logra la ausencia de juicios de opinión, de valoraciones que sí abundan en otros personajes y novelas pertenecientes al mismo género. No estamos ante una figura de autoridad que comienza a lanzar hipótesis sobre las circunstancias de tal muerte, ni hace mil piruetas mentales para estrechar el cerco y cazar al criminal. Probablemente Maigret sea el policía que más observa y menos juzga. Y eso se sale de lo convencional.
Otro elemento gratificante es que el narrador no se recrea en las descripciones, ni en los acontecimientos; tampoco en la construcción de los personajes. Y eso a pesar de que la psicología de cada uno de ellos jugará su papel en la trama. Da la sensación, al leer Maigret duda, de que no hay una palabra de más. Ese ritmo de ligereza (que no es racanería verbal) ayuda a avanzar con mucha facilidad, a no querer soltar el libro y continuar pasando las páginas para descubrir más detalles.
Como el propio título advierte, estamos ante una historia en la que al gran comisario reconocido por el éxito de sus investigaciones, ese que se ha convertido ya en un personaje popular de las calles de París, lo asaltan las dudas. Porque la premisa se sale también de lo más convencional del género, aunque solo un poco. No hay un crimen ni un culpable al que buscar. Hay la posibilidad de un crimen y la necesidad de evitarlo. Son unas cartas anónimas las que conducen a Maigret hasta la casa de un abogado muy particular, a través del cual el autor de la obra dejará un único poso filosófico y reflexivo sobre la conducta humana (de nuevo, sin adentrarse en juicios o valoraciones). Por esa casa señorial desfilarán personajes muy variopintos: la esposa del abogado, sus hijos, su secretaria, los ayudantes, el mayordomo, la cocinera… Pero muchos de ellos apenas tendrán protagonismo. No se jugará con cada uno de ellos como en una ruleta. Las sospechas no se desplazan de unos a otros, como en tantas otras historias del género policíaco.
Si algún reproche puede hacérsele a esta historia (y no es tanto un reproche como la ausencia de una alabanza a este respecto) es que la resolución del caso adolece de la más mínima complejidad. Cierto que no se prometía lo contrario, pero quizás la costumbre nos haga exigir, o desear, un final que nos sorprenda, que eche por tierra nuestras hipótesis como lectores. Ese es el estilo de Maigret, no obstante, al menos en este capítulo concreto de su largo historial literario. Precisión, concreción y nada de serpenteo. Un riguroso profesional, podría decirse. Aunque también a él, como a cualquier humano, le surjan dudas.
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