
13 Feb La parte del mundo donde hemos caído
La semana pasada fui a ver la exposición Icons, de Steve McCurry. El nombre de la muestra no podría ser más apropiado, este fotógrafo es autor de muchas instantáneas que se han convertido en icono, por derecho propio, a lo largo de las últimas décadas. Iconos visuales, sociales, humanísticos. Muchos son los que no olvidan aquel retrato de la niña afgana de ojos claros e hipnóticos, y unos cuantos también los que han llegado a ver en qué se ha convertido aquella mirada llena de semejante fuerza cruda.
Ninguna de las imágenes expuestas causaba indiferencia. Quienes nos movíamos por los pasillos del espacio lo hacíamos en silencio, casi con temor a pisar con demasiada fuerza y alertar de nuestra presencia a otros. Ese sigilo lo imponían las historias que hablaban desde los rostros inmortalizados por la cámara, desde los paisajes en los que es posible encontrar cien detalles nuevos en cada revisión.
Pero hubo una imagen que me impactó como no lo hizo ninguna otra. De hecho, mi acompañante no se detuvo en esa sección; la componían principalmente retratos de niños, y ella no quiso ser testigo de lo que reflejaban. Entendí bien su decisión, pero yo me quedé durante unos instantes absorto ante el crío de Perú que acompaña este texto. Fue algo instintivo, primario. Vi sus ojos encharcados, el comienzo de sus pucheros. La pistola en su mano diminuta, el cañón apoyado en su sien. Y, al momento, sentí la necesidad apremiante de comprender lo que tenía ante mí. Necesité saber con urgencia quién era ese niño, por qué lloraba, por qué sujetaba un arma auténtica, si esta estaba cargada, dónde vivía, en qué condiciones, cómo era su día a día. Si conocía mejor que yo la tristeza. Porque estaba convencido de que sí; aquel niño quizás no sabría explicarme con palabras lo que era un sentimiento así, pero le bastarían dos gestos para descubrirme algo nuevo, algo que yo creía conocer con la misma naturalidad que otras tantas personas.
Tuve que seguir la ruta que indicaban las flechas del suelo, para ceder mi sitio a otros espectadores que venían por detrás. Pero a pesar de que aparecían ante mi vista imágenes nuevas, yo ya no podía despegarme de esta. De todas las dudas que en mitad de un silencio sepulcral, y en un chispazo de conciencia, me habían asaltado. No podía dar respuesta a ninguna de esas preguntas, pero sí obtuve una certeza. La de que había sido afortunado con la parte del mundo en la que había caído. Por puro azar, o por razones que escapan a mi entendimiento.
Yo que soy muy de quejarme, de señalar aquello que no me parece digno, no tuve en ese momento palabras para atreverme a decir que había sido desafortunado con el lugar en el que me había tocado nacer. Mi empresa no cotiza en la Bolsa porque no tengo empresa, la tapicería de mi coche no está impoluta porque no tengo coche, las fotografías de mi viaje alrededor del mundo no están reveladas porque no he realizado ese viaje, la cuota de autónomos es cada vez más alta porque alguien ajeno a mí y sobre todo a la realidad de un autónomo en este país así lo ha decidido. Y, sin embargo, en ese momento agradecí haber caído en esta parte del mundo.
Pudieron haberme jugado una mala pasada los prejuicios. A fin de cuentas, solo estaba ante una imagen. No tenía apenas información de su contexto, de la realidad que yacía congelada en un instante. Pero al final de la exposición se proyectaban varios vídeos de McCurry hablando sobre su trabajo, sobre las experiencias que había vivido. Y, por si a alguien le pudiesen quedar dudas, en ellos se reafirmaba lo que era ya sabido. No es un fotógrafo que apunte con el objetivo de su cámara a los magnates del IBEX 35, a los deportistas que levantan una copa mundial, a los señores encorbatados que deciden si mañana es un buen día para iniciar una guerra. No. Su objetivo busca a quienes nunca estrecharán la mano de los magnates (salvo para alguna fotografía protocolaria), a quienes visten camisetas raídas de unos ídolos que jamás pisarán la misma tierra que ellos, a quienes sufrirán en sus carnes las consecuencias de que alguien dé la orden para abrir el fuego.
Supongo que nunca sabré quién era ese niño, ni qué habrá sido de él. Pero sé que existió, sé que existen y existirán otros como él. Y eso me hace saber que tengo derecho a quejarme de la parte del mundo en la que he ido a caer, porque quejarse es sagrado. Pero más sagrado aún es saber valorar lo que uno tiene.
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