La Biblia de neón, John Kennedy Toole

La Biblia de neón, John Kennedy Toole

Portada de La Biblia de neón

Esta historia comienza mucho antes de ser publicada. Quien no haya leído nada de John Kennedy Toole está de suerte: me habría encantado leerlo por primera vez infinitas veces, descubrirlo cada año. Quizás sí os suene La conjura de los necios, novela merecedora del Pulitzer en 1981, y de la que no se sabe muy bien cuántos millones de ejemplares se han vendido en todo el mundo (sobre todo porque se trata de un longseller: las cifras aumentan año tras año).

Pero vayamos a una breve introducción casi obligada. John Kennedy Toole se suicidó cuando tenía 31 años. Un halo de misterio ha cubierto siempre las motivaciones de este acto, pero en vista de lo que pasó después con sus dos manuscritos, es sencillo creer en las hipótesis que apuntan a que no soportó la decepción de los rechazos editoriales sufridos. Porque, sí, a Kennedy Toole lo rechazaron. En más de una ocasión. Pero a estas alturas a pocos puede pillar por sorpresa que grandes obras de la literatura hayan tenido dificultades para encontrar una editorial que apostase por ellas.

La Biblia de neón, por lo que se sabe, fue la primera novela que escribió. Dieciséis años tenía la criatura. Y, al parecer, terminó renegando de ella. No estaba a la altura de la que escribiría años después. Y coincido en este punto con el autor. Pero, claro, una cosa es que una obra no esté a la atura de otra mayúscula, universal, redonda, y otra que eso la convierta en un relato mediocre. No es así en absoluto. Ahí se equivocaba su desdichado creador.

Esta novela corta no tiene nada que ver con la obra culmen. Ni en la historia, ni el tono, ni… Bueno, quizás sí en la mirada. Quizás en la visión adolescente, más bien infantil, podamos intuir al adulto que llegó después. Por lo demás, que nadie se equivoque al querer encontrar en estas páginas alguna conexión con La conjura de los necios.

David es el narrador y protagonista de esta historia, retrato de un pequeño y apartado pueblo de la América profunda. Y David tiene una gran virtud: sin que parezca estar contando nada, lo está contando todo. ¿Qué es todo? La vida. Es fantástico cómo a través de su mirada y sus vivencias vemos crecer a una comunidad; no el sentido de progreso, sino de andadura en el tiempo. La evolución de la escuela, el comportamiento de los feligreses, las relaciones marcadas por la irrupción de una guerra. Los trágicos acontecimientos que pueden desencadenarse en un marco donde nadie creería que pudiese ocurrir nada. Y, sobre todo, la sensación de que al leer aprendes. Sin que esa sea la aspiración, porque nadie aquí da lecciones. El narrador no juzga, vive (o sobrevive), porque no tiene otra opción. Aprendes porque contenida en la historia del pueblo está la esencia de la sociedad, del comportamiento del ser humano en grupo. Y tenemos la oportunidad de observarlo desde la mirada única de un crío.

Apoyándose sobre todo en su singular tía Mae, David habla de su vida. Y, al hacerlo, habla de la de todos los demás. En ese pueblo, en aquella época. En esta ciudad en la que vives, en este momento en que decides abrir el libro y lo lees. Cuesta creer que un joven de dieciséis años pudiese tener una sensibilidad tan aguda. Pero esta novela es una prueba de ello, de que, lamentablemente, nos perdimos a un autor que podría haber dado muchas grandes obras. Nos queda el consuelo, al menos, de poder disfrutar de las dos que se llegaron a publicar. Sería una pena no hacerlo.

Ver la obra en el catálogo de la editorial Anagrama.

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