ESTA NAVIDAD

ESTA NAVIDAD

No era así como Noa había concebido la Navidad. Le habían robado ya una, la anterior, y todos los adultos (papá, mamá, incluso su hermano Dani) habían hecho la firme promesa de que esta vez sería distinto. De que todos estarían de nuevo juntos. Ni siquiera se había excedido en sus cartas a Papá Noel y a los Reyes Magos, en ambas había sobrado espacio por primera vez desde que había comenzado a escribirlas con entusiasmo. En ambas había pedido lo mismo: pasar la Nochebuena en casa de los abuelos.

            La Nochebuena no podía ser Nochebuena si no se celebraba en casa de los abuelos. Porque ninguna otra casa tenía ese mismo olor a velas de cera, a castañas asadas; ninguna otra tenía la misma chimenea a la que arrimarse cuando la temperatura descendía unos grados de más por la noche. Escuchar el crepitar de la leña, mientras el abuelo Gerardo le leía en voz alta alguno de los libros que a ella le gustaba llevar consigo, era uno de sus momentos favoritos. La aparición de la abuela Amparo con la bandeja repleta de polvorones y hojaldres, otro.

            Y ahora, cuando ya había hecho una lista de todas las cosas que tenía que contarles a los abuelos (en el cole era fácil hacer acopio de anécdotas e hitos importantísimos para su futuro), le decían que al final no sería posible. Que, por segundo año consecutivo, no podrían ir a visitarlos. A cenar y a dormir con ellos. No podrían abrir juntos los regalos junto al pequeño árbol.

            Le sorprendió que su enfado no fuese reprendido por sus padres. Siete años le parecía una edad en la que no debía ni quería privarse de montar algunos numeritos, pero había asumido también que cada uno de ellos merecía el oportuno reproche por parte de los mayores. Sin embargo, sus pucheros no dieron paso a ninguna amonestación, a ninguna regañina. Y aunque no lo expresó en voz alta, le preocupó el gesto triste y casi derrotado de sus padres.

            Se encerró en la habitación, a solas con su disgusto. Este todavía le duraba cuando un par de golpecitos sonaron en la puerta cerrada. Vio de reojo a su hermano Dani asomar la cabeza, pero no dijo nada. Sabía a qué venía: le encantaba meterse con ella, retorcer el dedo en la llaga cada vez que ocurría algo que la fastidiaba. «Así es la edad del pavo», le había dicho unos meses atrás su madre, después de que hubiese acudido a su autoridad porque Dani le había transformado su coleta preciosa en una serpiente deforme de tres cabezas.

            Dani se sentó sobre la cama, a su lado. Esperó con paciencia su ataque.

            —Ponte el jersey, vamos a llegar tarde —dijo este, tras un rato en silencio.

            —¿Qué dices? —preguntó recelosa. Aunque la curiosidad pudo más—. ¿Adónde?

            Dani soltó un bufido, como si la respuesta fuese algo obvia. Después le indicó que los abuelos estaban esperando por ellos. Sintió que la rabia comenzaba a treparle por la garganta, no era justo que se burlase de algo así. ¿Es que a él no le importaba nada perderse la Navidad? ¿La Navidad de verdad?

            Y entonces Dani sacó un par de velas, de aquellas habituales en cualquier tarta de cumpleaños, y las encendió con el mechero de su padre. Apagó la luz de la habitación, y antes de que ella tuviese tiempo a quejarse, se sentó sobre la alfombra y le hizo un gesto para que lo acompañase.

            Se unió sin decir nada, preparada todavía para el momento en que la broma se hiciese evidente y tuviese que salir corriendo a quejarse ante sus padres. Vio que Dani tecleaba algo en la pantalla de su teléfono, y segundos después un sonido familiar la hizo erguirse de sorpresa. Renunciando ya a la cautela, se fijó en que aquel crepitar, tan parecido al de la chimenea de los abuelos, salía del móvil de su hermano. Dani le pidió que cerrase los ojos. Contuvo una carcajada cuando su hermano mayor carraspeó un par de veces y comenzó a imitar la voz ronca del abuelo. Había creído que ella era la única que prestaba verdadera atención a sus lecturas, pero su hermano reproducía casi a la perfección su entonación grandilocuente.

            —Vale, basta —dijo, entre risas—. Imitas fatal al abuelo.

            Su hermano asumió con dignidad la derrota, y le revolvió el pelo en un gesto que no quiso ni interrumpir ni reprochar. Luego le dejó el teléfono, para que los llamase, no sin antes recordarle que lo quería de vuelta en dos minutos. La dejó sola en el cuarto.

            Las lágrimas casi la pillaron desprevenida cuando la voz de la abuela sonó al otro lado. Aquella no era más que la confirmación de que estaban distanciados, de que no pasarían la Navidad juntos. Pero la abuela era la abuela, y supo reconfortarla con apenas unas frases; era imposible llevarle la contraria. Cuando pasó a hablar el abuelo, este le pidió que cogiese el libro que Papá Noel le había dejado el diciembre pasado. Le dijo que lo abriese por la primera página, que le leyese en voz alta el primer párrafo. Y en cuanto terminó, escuchó con tanta sorpresa como atención cómo el abuelo entonaba el siguiente.

            —¿Cómo te sabes la historia, abu?

            —Porque yo también la estoy leyendo —respondió él—. He comprado un ejemplar para mí. Y ahora, cuando cuelgues, seguirás leyéndolo hasta el capítulo dos.

            Iba a preguntarle por qué le pedía que hiciese eso, pero lo entendió. De esa manera, leerían la misma historia al mismo tiempo. De esa manera, pasarían la Navidad juntos.

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4 Comentarios
  • María
    Publicado a las 14:43h, 22 diciembre Responder

    Tiempo, que no les falte a los niños con sus abuelos. Preciosas palabras, gracias por acariciar un poco el alma.

    • Admin
      Publicado a las 15:59h, 22 diciembre Responder

      Ojalá no faltasen nunca ni el tiempo ni los abuelos. Muchas gracias por leerme y por tus palabras, María.

  • PEDRO RUIZ
    Publicado a las 20:56h, 03 enero Responder

    Un cuento muy tierno. Esas navidades de abuelos y nietos son entreñables., quizás sea porque no duran demasiado, unos crecen y otros se van, pero sienpre quedan en la memoria.

    • Admin
      Publicado a las 11:44h, 05 enero Responder

      Sí, saber que con el tiempo esas escenas dejarán de repetirse las hace todavía más valiosas. Gracias por tus palabras, Pedro.

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