El vagón de los hermanos Marx

El vagón de los hermanos Marx

El de los hermanos Marx era un camarote, no un vagón. Lo sé. Pero a veces realidad y ficción se entremezclan y uno ya no sabe a qué atenerse. El hecho es que hace unos días viví una escena que me recordó a la de Una noche en la ópera, salvo que sin la gracia ni la chispa desbordantes de que hacían gala Groucho, Harpo o Chico. Si hubiese resonado alguna carcajada en ese vagón, habría sido de pura desesperación.

El escenario era un tren Alvia que partía de Galicia rumbo a Madrid. Más glamuroso habría sido decir que el tren era un AVE, pero la llegada definitiva de la alta velocidad al norte de la península estaba garantizada para 2018, y nosotros estamos en 2022, por lo que al menos en la trama de Regreso al futuro VIII gallegos y demás españoles estarán disfrutando de ella. Perdón, que me desvío del tema. Al hacer el transporte parada en la estación de Santiago de Compostela, se subieron al mismo muchos pasajeros. Temporada de peregrinos, todavía. En cuestión de segundos, el vagón medio vacío podría haberse llenado. Pero no fue cuestión de segundos.

Un grupo de prejubiladas (información regalada por una de ellas posteriormente, daños colaterales de mezclar un trayecto de más de tres horas con incontinencia verbal) se subió con mucha algarabía mañanera. Tenían claro cuál era su vagón, no tanto sus asientos. Así que, ante la duda, decidieron acampar en el pasillo hasta resolver dónde podrían reposar su ánimo matutino. Por supuesto, por ese pasillo que decidieron hacer suyo necesitaban moverse los demás pasajeros que habían subido tras ellas y que, por coincidencias de la vida, también buscaban sentarse en aquel tren.

Las prejubiladas se gritaban unas a otras mientras preguntaban a otras personas ya sentadas, casi al azar, si por casualidad no estarían ubicados donde no les correpondía. Las primeras víctimas siguieron el ritual de buscar su billete para comprobar (y demostrarles) que no, que estaban en el lugar asignado. Tras repetir esta acción varias veces, y ante el desconcierto de esos otros cuyo camino se veía bloqueado mientras el tren recobraba ya la marcha, decidieron que, teniendo en sus manos un billete con el número de asiento bien indicado (y que incluso otro de los pasajeros se ofreció a leerles), la mejor opción era la de dejarse caer en algunas de las plazas que quedaban libres. Resultado: el pasillo quedó al fin liberado, y los viajantes que permanecían de pie y se aferraban a los respaldos por culpa del traqueteo del tren pudieron trasladarse hasta sus asientos. Algunos de los cuales estaban (oh, sorpresa) ocupados por el grupo de prejubiladas.

Cuando parecía que todo el entuerto quedaba zanjado, hizo su aparición estelar uno de esos personajes que tienen solo una escena y un par de líneas de diálogo, pero que optan al Goya, al Óscar y a todo lo que se propongan solo por la fuerza magnética de su interpretación. Una señora, de edad pareja a las prejubiladas, pero con una energía más propia de alguien en activo que odia su trabajo, irrumpió en el vagón con nerviosismo para decirle a una de las hasta entonces protagonistas indiscutibles que ese era su sitio. La prejubilada negó con tranquilidad, como si el hecho de haber encontrado su plaza definitiva surtiese en ella el mismo efecto que un masaje balinés. Fue entonces cuando la nueva villana chilló (y este es el verbo más fiel) que ella tenía el asiento 6A y que quería sentarse ya. Para sorpresa de muchos, aquel era en efecto el asiento 6A. Para sorpresa de pocos, aquel no era el vagón que le correspondía a la señora. En cuanto le señalaron su error, pareció encogerse y, sin añadir una sola sílaba más, desapareció del vagón.

Tiendo a recrearme en los hechos, y podría parecer que a estas alturas el tren estaría ya entrando en la estación de Chamartín. Pero todo esto ocurrió en un lapso menor a los diez minutos. Puro frenesí. Podría haber acabado aquí (ese era el deseo tácito de la mayoría de pasajeros, estoy seguro), pero otros personajes secundarios reclamaron su momento cinematográfico. Y sin más dilación, procedieron a ello.

Ateniéndome al orden cronólogico de los hechos (para entonces yo ya tomaba nota de todo en mi teléfono, ya que mi propósito de avanzar con la corrección que tenía en marcha era apuntar demasiado alto), lo que sucedió fue lo siguiente: primero vino el bastonazo de la peregrina noruega (o sueca, o eslovena, perdón por la ignorancia) a la persona que llevaba enfrente. En toda la mollera. Un bastonazo que se habría podido evitar de ir el bastón junto con el resto del equipaje y no en el asiento, y al que tan solo siguió una exclamación de sorpresa por parte de la agresora, que no de la agredida. Ni un triste intento de pedir disculpas, ya no en español, sino en un inglés con el que a todo el planeta nos machacan en la escuela. Solo tendría que haber dicho «sorry», aunque preocuparse por el estado de la mujer golpeada habría sido otro detalle. Pero nada. Exclamación, mano a la boca y a mirar los prados que pasaban a toda velocidad (a casi toda, perdón, que era un Alvia) por la ventanilla.

El siguiente fue el turno de dos matrimonios que, sin conocerse de nada, decidieron convertirse en mejores amigos que llevaban media vida sin verse. Media vida sin verse es mucho tiempo, claro, así que tocó hablar de: renovar el pasaporte, la inflación, la vida de los hijos, la universidad, el futuro laboral, la pandemia, la política, el herpes labial del uno, la cistitis de la otra (por suerte, no se estableció ninguna correlación entre estos últimos hechos), los viajes de verano, etcétera. Un largo etcétera. Y, como suele pasar cuando amigos que llevan media vida sin verse se encuentran, tuvieron a bien emplear un tono que invitase al diálogo, al menos de forma pasiva, a cualquier persona presente en el vagón. Desde la primera fila a la última.

¿Podía ir a mejor esto? Por supuesto, cuando uno está encerrado en un tren de larga distancia, las cosas siempre pueden ir a mejor. Por eso la azafata que pasó con el carro de la comida tuvo que aguantar durante unos minutos los improperios de la mujer que decidió comprarse una botella de agua sin consultar antes el precio. Un precio que le pareció excesivo (lo era), aunque nunca tanto como sus reproches y amenazas a la pobre azafata que ni fija el precio de los productos ni ha aceptado en su contrato una cláusula que la obligue a tratar con malcriados.

¿A quién le tocó después? Pues al caballero de traje impoluto al que no le daba la gana de pasar todo el trayecto con la mascarilla puesta. Que era demasiado tiempo con ella en la boca, aseguraba, que resultaba muy molesto (no como al resto de los pasajeros, obvio, que nos ayudaba a alinear los chakras). Después de la cuarta ocasión en que la tripulación tuvo que llamarle la atención, perdí la cuenta. Uno, al final, termina acostumbrándose incluso a lo grosero. La naturaleza del ser humano; del de este siglo, al menos.

Hubo algunos acontecimientos más que podría añadir a este texto, pero quedaría casi más largo que el propio recorrido del tren. Y a estas alturas del tecleo, me siento algo más aliviado. Para esto sirve escribir, mientras uno decide no ir a terapia. El caso es que el cierre lógico de este escrito habría sido con un párrafo de aire moralizante sobre la educación. Sobre la ausencia de la misma, retratada en un simple viaje en tren. Pero prefiero sustituirlo por el pensamiento que me rondó la cabeza cuando no habíamos completado ni la mitad del trayecto: «Jamás pensé que echaría de menos a un bebé a bordo de un tren».

12 Comentarios
  • Carnen
    Publicado a las 08:38h, 16 septiembre Responder

    ¡Qué bueno! Muchas gracias, ni sabia que tenías Blog. Y muchas gracias, por cierto, me has hecho sonreír…

    • Admin
      Publicado a las 09:05h, 16 septiembre Responder

      Gracias a ti por leerme, Carmen. Me alegro de que el texto te haya arrancado alguna sonrisa.

  • Montse
    Publicado a las 09:42h, 16 septiembre Responder

    Así es Españistan. Queda decir, que aunque me ha hecho sonreír, a la par me ha entristecido por la constatación de falta de educación y empatía que tenemos en esta sociedad.
    Me encantan tus escritos!

    • Admin
      Publicado a las 10:19h, 16 septiembre Responder

      Uno puede equivocarse, todos tenemos ese derecho. Lo preocupante, como señalas, es la falta de empatía al no reparar en los demás, como si no hubiese nada ni nadie alrededor. Escribiré también sobre momentos y personas buenas, que por fortuna también las hay. Gracias por leerme, Montse.

  • MENCHU Velaz
    Publicado a las 11:10h, 16 septiembre Responder

    Que bueno. Y tan real como la vida misma. Perp mwudo viajecito en tren.Yo viajo a menudo en tren y la diferencia entre un wagon de ave español o el ave francés es totalmente diferente. Los franceses son más respetuosos en general.
    En España no lo dudo y voy al coche del silencio SIEMPRE y Siempre hay alguien que no se entera pero estoy allo para recordárselo educadamente pero se lo digo. Eso si me miran seimprebcomo si el termino coche en silencio fuera un concepto marciano. Este domingo sin ir más lejos iban un matrimonio mayor hablando sin parar pero es que luego se puso de pie uno al lado de corillo y allí ya dije hasta aquí. Otros pasajeros me apoyaron pero los susodichos no te pienses que les pareció bien o se sdisculparon. Para que luego digan de los jóvenes.
    Solo me queda desearte viajes más tranquilos. Y si en el alvia no hay coche del silencio…

    • Admin
      Publicado a las 11:16h, 16 septiembre Responder

      Me temo que en el Alvia no hay vagón del silencio. Que conste que no me molesta si otras personas van hablando, la cuestión son las formas. Lo de alzar la voz como si estuvieses en el salón de tu casa no queda muy apropiado. Y lo que te ha pasado a ti en un vagón señalado precisamente para evitar estas situaciones, es un reflejo de los modales y la empatía de hoy en día. Una lástima que uno se vea obligado a hacer ver a otros lo inadecuado de sus decisiones. Ojalá que en próximos viajes no tengas que preocuparte de recordarle a nadie dónde está.

  • Marina Lozano
    Publicado a las 14:53h, 16 septiembre Responder

    Me encantó!!!!

    • Admin
      Publicado a las 16:24h, 16 septiembre Responder

      ¡Muchas gracias, Marina! 🙂

  • Bárbara
    Publicado a las 16:44h, 16 septiembre Responder

    He reído a carcajadas porque, menos la del bastonazo, he vivido todas esas experiencias en trenes y autobuses 😅 Gracias!

    • Admin
      Publicado a las 08:53h, 17 septiembre Responder

      Debe de ser parte de la programación en viajes de tren y autobús, y no nos hemos enterado. Es la explicación más bonita.

  • Esperanza Castro
    Publicado a las 22:44h, 16 septiembre Responder

    Conozco al señor de traje impoluto, o a su gemelo. Coincidió conmigo en el trayecto Coruña-Madrid en junio. Y te puedo asegurar que el tipo terminó llamando nazi a la pasajera que le llamó la atención.

    Toda una aventura estos viajes (ni te cuento el mío del 19 de julio desde Madrid a Coruña con todo el lío de incendios. Me pilló en to lo suyo).

    Gracias por la sonrisa.
    Bicos

    • Admin
      Publicado a las 08:55h, 17 septiembre Responder

      A lo mejor tenemos que hacer un recopilatorio de escenas dantescas vividas en el transporte público, porque el tema da para antología… Espero que los señores de traje impoluto y modales gastados no vuelvan a acompañarte en un vagón, ni otros seres peculiares. ¡Bicos!

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