El último encuentro

El último encuentro

Sándor Márai (1900-1989) se quitó la vida a los 88 años. La edad a la que tomó esa decisión llama la atención, cuando uno puede pensar que a esas alturas ni el esfuerzo que conlleva intentarlo merece la pena. Hubo un cúmulo de sucesos que lo condujeron a esa situación. Cabe suponer que aquellos que más peso tuvieron fueron las muertes de sus tres hermanos, la de su mujer y la de su hijo, todas en apenas un año y medio. Un acusado desgaste físico y, sobre todo, moral y mental (había tenido que abandonar su país, Hungría, cuando se estableció allí el régimen comunista), fueron las otras losas que terminaron por sepultarlo.

El desenlace de Márai contrasta con el argumento de una de sus grandes novelas, El último encuentro. Porque los dos protagonistas de esta historia se aferran a la vida con lo poco que les queda en ella: la promesa de reencontrarse cuarenta y un años después. Estos dos personajes masculinos son ya dos ancianos que nada hacen, tan solo esperan. Esperan por el momento en que vuelvan a verse las caras. Y eso es lo que cuenta la obra, el momento en que ese acuerdo tácito sostenido en el tiempo se hace realidad.

El narrador de la historia pone el foco en la figura de Henrik, un general retirado que vive aislado del mundo en su señorial casa. A nadie recibe, nada le interesa. Solo esperar. Vive con la única compañía de su hueste de criados y de su nodriza, Nini, la única persona que nunca se ha separado de él. Es ella quien trata de templar sus ánimos cuando recibe la carta de su viejo amigo Kónrad, en la que este le comunica que se dirige a visitarlo. Sin hacer ninguna referencia explícita, pronto se hace latente que ese ansiado reencuentro no será una celebración de la vida, sino una reunión en la que ajustar cuentas pendientes.

La perspectiva desde la que se narra nos presenta a Henrik como un hombre recio, de valores casi inquebrantables, educado para destacar en su carrera militar y honrar así la grandeza de su padre. Su vida, su intachable determinación, sus logros, habrían podido considerarse un éxito rotundo, de no ser porque en la academia, en su infancia, conoció a otro niño con el que trabó una amistad que no cambió nada en su faceta externa, pero que provocó un terremoto en sus entrañas. Kónrad era su opuesto: de familia humilde, retraído, poco interesado en servir a las causas de país y erigirse en un soldado ejemplar. Y amante de la música. Este dato, que se repite varias veces desde la óptica de Henrik, tiene una relevancia vital para entender qué es lo que calla. Porque su gran amigo sabe sentarse al piano y dejarse llevar por una armonía que, para él, no tiene ningún sentido. En aquella época, la música no era un arte que gozase de un respeto noble; era un entretenimiento para las élites, pero quienes concentraban en sus dedos el talento y la delicadeza para crear armonías no podían ser considerados personas serias. Henrik así lo sabía, así le habían enseñado que era. Y, sin embargo, algo en la mirada de Henrik se enturbia cuando se relata el momento en que Kónrad visita su casa por primera vez y se sienta al piano. Porque ese acto supone una conexión con la madre del futuro general, una conexión que el no ha tenido ni tendrá jamás. De igual manera, las referencias a la música vuelven a aparecer cuando se habla de la difunta esposa de Henrik, dotada también de la sensibilidad suficiente para apreciar la música.

La novela, tras los primeros capítulos de presentación y puesta en escena, se convierte en un monólogo. Desde el mismo momento en que Kónrad llega a la casa y hace efectiva esa promesa ajena al paso del tiempo, Henrik toma la palabra y ya no la suelta. Qué menos: él es el general, el hombre respetado por todos. Es él quien lleva aguardando por ese momento más de cuarenta años, él quien a se le deben explicaciones. Él es todo, haciendo gala de esa figura castrense y preclara. Y, curiosamente, él es nada sin la presencia de Kónrad.

Kónrad calla y Henrik habla, ese es el transcurso de la historia. Y de ese modo conocemos lo que se anticipa casi desde el arranque de la obra: las sospechas de que su gran amigo huyó antes de que se descubriese que era el amante de su esposa. Podría interpretarse esta revelación como un spoiler doloroso, pero nada más lejos. Lo que se cuenta no va de eso. No interesa saber qué era o dejaba de ser Kónrad respecto a la esposa de su amigo, a pesar de las vueltas que se dan en torno a ese hecho, relación convertida en un preámbulo infinito para sostener la que entre los dos hombres siempre ha habido: una amistad incapaz de salvar el escollo de la incomunicación.

El monólogo del general está plagado de reproches, de acusaciones veladas y explícitas, de una constante defensa de los valores a los que se ha aferrado a toda su vida. La pregunta es: ¿quería él aferrarse a esos valores? Él, el militar ejemplar, el hombre recio y disciplinado, ¿no sería acaso un cobarde que admiraba y al mismo tiempo odiaba a quien se desmarcaba de las obligaciones marcadas para ellos? Y al poner el foco en todo lo que no se verbaliza, surge una cantidad infinita de matices que convierten la escenificación en otra historia muy distinta. Porque a Márai le gusta el subtexto, y esconder tras las palabras pronunciadas todas aquellas que tienen mucho más peso. Resultan muy significativas las contradicciones en las que cae el discurso a medida que se alarga, incoherencias sutiles pero permanentes. Y más aún el hecho de que, casi exhausto y sin saliva en la lengua, Henrik concentre el sentido del encuentro en dos preguntas. Una que, una vez formulada, no le permite responder a su amigo. Y otra que este decide que «ya» no va a responder. Dos preguntas, cero respuestas. ¿Por qué? Quizás porque ninguno de los dos se atreve o a pronunciarlas o a escucharlas. Quizás porque, después de todo, no son las preguntas que desean hacerse cuarenta y un años después.

El último encuentro es una de esas obras en las que una nueva lectura, casi con total certeza, desbloqueará mensajes que habían pasado desapercibidos en la anterior. Por eso conviene tener presente en todo momento que lo pronunciado en voz alta son puertas colosales tras las que se parapeta aquello que en realidad se desea expresar. Porque, ¿qué iban a hacer dos hombres ancianos, dos viejos amigos, en los estertores del imperio austrohúngaro? ¿Revelar sin pudor sus sentimientos auténticos?

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