El perfume de las flores de noche

El perfume de las flores de noche

A Leila Slimani (Rabat, 1981) le propusieron pasar una noche encerrada a solas en el museo de arte contemporáneo Punta della Dogana, en Venecia. Aunque la propuesta no le generaba mucho entusiasmo, terminó por aceptar. Y menos mal, porque gracias a ello tenemos El perfume de las flores de noche.

Esa noche de encierro entre instalaciones artísticas se convierte en un pretexto para que la autora haga una exploración emocional, cultural y vital que crece a medida que las horas de oscuridad avanzan fuera y dentro del recinto. Sin embargo, la magnitud de las reflexiones de Leila queda reflejada ya en la primera página que abre este libro. En su primera frase. «Si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no». Valiéndose del arte de la digresión, unos pensamientos se entrelazan con otros según se suman las páginas, que se pasan casi con avidez. No hay una historia, un argumento como tal; hay cientos de ellos compartimentados en un proceso de introspección que abre sus pétalos como lo hacen las flores de noche, junto a la particularidad de su aroma, que la acompañan de manera singular por los pasillos vacíos y silenciosos del museo.

Oriente y Occidente alternan su posición en la proa y la popa de esta embarcación que se mece con una sutileza narrativa digna de admiración. La autora habla de sí pero, al hacerlo, cada concepto, cada tema sobre el que posa la mirada, adquiere un valor universal. Da la sensación de no guardarse nada, aunque esto no sea cierto. Sus orígenes, su relación con la escritura, la dualidad de quien no se siente pertenecer ni a un lado ni a otro. El arte, la política, la familia, la soledad, la dicha. Su tímido recorrido por las obras de arte expuestas durante unas horas solo para ella traza un sinuoso camino por la historia de una vida en la que se pueden ver reflejadas tantas otras.

Es una obra llena de pasajes que a duras penas pueden resistirse al subrayado, salvo que quien tenga el libro en las manos considere sacrílega una técnica así. En referencia al oficio de escritor, las reflexiones, casi sentencias, se reparten por el texto como trabajos delicados con los que no hay que comulgar, solo observar como espectadores de una obra de arte. «La escritura es disciplina. Es renunciar a la felicidad, a las alegrías de la vida cotidiana. No intentar curarse ni consolarse, sino cultivar las propias penas, al igual que los investigadores cultivan en el laboratorio las bacterias dentro de frascos de vidrio».

También las referencias a otros artistas o pensadores encuentran hueco y cobran aún más relevancia en la composición que poco a poco se arma. «Marcel Duchamp decía que son los observadores quienes hacen los cuadros. Si se está de acuerdo con esta afirmación, no es que la obra no sea buena ni interesante, sino que el observador no sabe mirar. “Por espectador, no me refiero únicamente al contemporáneo, sino a la posteridad y a los observadores de obras de arte, quienes con su voto deciden si una cosa debe mantenerse o sobrevivir porque tiene una profundidad que el artista ha producido, sin saberlo”».

El perfume de las flores de noche es una obra que pueden disfrutar los que aman el arte y los que, como la autora, no consiguen verse hechizados por él; los apasionados de la escritura y quienes solo practican la lectura; los curiosos de distintas culturas y los que no soportan grandes disertaciones sobre el tema. Es una confesión íntima y deslumbrante de la que no se necesita esperar nada, cuando lo ofrece prácticamente todo.

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