Actos obscenos en lugar público

Actos obscenos en lugar público

Quien haya hecho uso del metro (basta con haberlo cogido una sola vez, en una visita puntual a cualquier ciudad donde esté disponible este servicio) sabrá que existen pocas fuentes de mayor inspiración para la escritura. Es probable que muchos sociólogos lo utilicen, también, para completar algunos estudios o ensayos que tengan en desarrollo. Porque, en un trayecto de metro de unos quince minutos, uno puede vivirlo todo. Lo que sabía posible y lo que creía imposible.

En mi primer año en una gran ciudad (uno es de pueblo grande, o de ciudad pequeña), el metro representaba un papel semejante al de un monstruo terrorífico en una fábula. No quieres acercarte a él, pero para llegar al final de la senda mágica debes superarlo. En este caso, si quería llegar a las clases del máster a tiempo, dependía de él. Y depender de un monstruo resulta sobrecogedor mientras uno no se acostumbra. Las aglomeraciones de gente, un codo ajeno que se te clava por aquí, una mochila que te arrincona por allá… El pánico de no poder bajar en tu parada porque para ello debes sortear a treinta personas no han logrado igualarlo en ninguna película de suspense.

El metro era un monstruo, pero también el lobo era un animal peligroso, y ahora pocos se resisten a acariciar a un perro cuando lo ven trotar feliz por las calles. El roce hace el cariño, la rutina también. Y de patito feo, el metro pasó a cisne. Solo había que tratar de entenderlo. De aceptar que la gente te llevará por delante si ve las puertas aún abiertas pero a punto de cerrarse, como si en cinco minutos no pasase uno nuevo. De bufar si nuestro trayecto exige hacer un transbordo (si son dos, mejor anular el plan, sea cual sea). Pero, sobre todo, la clave estaba en entender que allí dentro, en cualquiera de sus vagones, uno puede ser testigo de todo.

A lo largo de diez años, el resumen que podría hacer es generoso. Escenas que incluían a gente durmiendo, llorando (de risa y de dolor), bailando, vomitando, peleando, drogándose, robando, gritando, enamorándose, rompiendo, discutiendo, celebrando, cantando, saltando, corriendo, patinando. En más de una ocasión temí acabar en una comisaría, por distintos motivos. Víctima de un posible atraco, testigo de un altercado. Pero nunca ocurrió nada de eso. Y sin embargo, a pesar de todo lo que había presenciado en estos diez años, nunca había podido tomar parte en lo que viví hace unos días. Lo había soñado, lo había visto en alguna red social especializada en capturar este tipo de momentos. Pero jamás lo había vivido.

En el primer vagón que recorría la línea cinco en un martes por la mañana, la mayoría de los viajantes sostenían en sus manos un libro. De una veintena de personas, más de una docena leían ensimismados y en silencio mientras el traqueteo los zarandeaba sin mucha rudeza. Unos sentados, otros de pie, nada impedía la lectura. Una señora que ocupaba un asiento cercano leía una novela de Ken Follett; a su lado, un hombre más joven disfrutaba de lo que parecía ser una historia de gánsteres, de edición algo antigua. De pie y aferrado a la barra superior para no salir despedido en una curva, un treinteañero sostenía con una mano un libro sobre tecnología avanzada (o eso parecía indicar el título). Diferencié un ejemplar de una novela de Javier Marías en manos de otro hombre, lo último de Stephen King (para cuando haya terminado de escribir esto, seguro que será lo penúltimo) en las de una chica. Así, como dije, más de doce personas que concentraban su atención en las páginas de un libro.

Entre los demás pasajeros, algunos no se despegaban de su teléfono móvil. Pero era tal mi entusiasmo ante la escena que quise creer que también leían algún libro en formato electrónico. Por qué no. Estaba presenciando lo que nunca antes en diez años. Y puede parecer una chorrada, una exageración dedicarle un texto a esto, pero todo depende de la perspectiva. Porque para alguien que destina buena parte de su tiempo a escribir y a leer, esto equivale a una aparición de la Virgen ante el feligrés más fervoroso. Tan habitual es ver las cabezas hundidas en las pequeñas pantallas, las orejas tapadas por los auriculares de diseño, que aquella imagen tenía un poder especial.

No es práctico leer un libro en el metro. Hay quien se marea, quien efectúa un recorrido corto, quien no encuentra asiento y debe ir de pie y sujeto a algo para no terminar rodando por el suelo. Hay aglomeraciones de gente que apenas dejan hueco para entreabrir unas páginas; poco espacio en el bolso, el maletín o la mochila para transportarlo con comodidad. Hay sueño si es primera hora de la mañana, cansancio si es la última del día. Hay conversaciones, llamadas telefónicas, preocupaciones, prisas, distracciones constantes. Hay mil excusas para no escoger la compañía de un libro para un trayecto en metro. Y, aun así, la gente lo hace. Lo hacía y lo sigue haciendo, solo que en diez años no había sido testigo de ello. La felicidad son pequeños momentos, les gusta repetir a los imitadores de Paulo Coelho. Y en ese pequeño momento, me sentí feliz. Por eso, en lugar de coger el móvil para inmortalizar ese instante y compartirlo en la nube, abrí la mochila y saqué de ella Actos obscenos en lugar privado, la lectura que me acompañaba en ese momento. Y en el vagón hubo otro lector más.

12 Comentarios
  • Eli
    Publicado a las 07:54h, 14 octubre Responder

    Maravilloso como siempre ☺️, me resulta increíble tanta gente leyendo en el vagón, cuando voy yo veo solo cabezas mirando teléfonos que observan vidas ajenas! Gracias 🙂

    • Admin
      Publicado a las 09:12h, 14 octubre Responder

      Esa suele ser la tónica habitual, los móviles son los nuevos emperadores. Por eso me llamó tanto la atención la imagen. Ojalá vuelva a ser testigo de ella pronto. 🙂

  • Valva
    Publicado a las 08:06h, 14 octubre Responder

    Imagino esa imagen y la emoción. Si veo a alguien leyendo en el metro o bus (cojo más bus por esa primera parte que cuentas tan bien sobre la vida en el metro) intento sentarme cerca, hacer equipo..

    • Admin
      Publicado a las 09:14h, 14 octubre Responder

      Ver a alguien leyendo es sentir cercanía. En el bus, en el metro, en el avión… Supongo que para quienes leemos de manera habitual equivale a reconocerse mínimamente en el otro. Como dices, hacemos equipo. 🙂

  • Laura Espelt
    Publicado a las 08:15h, 14 octubre Responder

    Qué inspiración tan bonita te llegó en ese viaje, Paulo. Y qué bueno saber elegir en aquel momento camuflarse entre los pasajeros lectores.
    Aquí una de pueblo «pequeño» sin metro y con un tren de cercanías cada hora y media o dos, se ha sentido muy identificada con la monstruosidad del metro. Amante empedernida de Madrid, he tenido la tentación de acercarme alguna boca de metro y bajar a esos mundos casi desconocidos para mí, pero no, más de una vez, escogí andar en medio de un día caluroso de agosto serpenteando las sombras de balcones y árboles durante hora y media para llegar a mi destino, cuando en metro seguramente habría sido más práctico pero más terrorífico. Y me convenzo que andar es saludable y que así me conozco un poco más la ciudad.
    Y sinceramente creo que mi primera visita del metro de Madrid será la de la antigua estación de Chamberí, convertida en museo, que miedo también debe dar pero no me llevaré codazos, ni seré observadora de un robo ni nada de todo lo que ocurre en una estación activa.
    Debo reconocer que en Berlín me gusto mucho coger el metro e incluso era divertido y me quedo con esta sensación por el momento. Y si algún día me atrevo a bajar en los suburbios del metro de Madrid y tengo la suerte de ver a gente leer, ten por seguro que una vez mi corazón empiece a palpitar con tranquilidad, a lo mejor sacaré el libro y me pondré a leer.
    Una vez más, gracias por el artículo.

    • Admin
      Publicado a las 09:16h, 14 octubre Responder

      Andar es la opción más saludable, te mueves y al mismo tiempo tienes la oportunidad de descubrir un barrio, una ciudad… Que conste que el metro tiene su punto, también, ya no solo como método para ahorrar tiempo o energías. En él también descubres mucho, sobre todo acerca de la sociedad. Y cuando hay muchos libros abiertos en el vagón, el viaje tiene garantías de ser tranquilo y ameno. 🙂

  • Belén
    Publicado a las 11:18h, 14 octubre Responder

    Un libro siempre es un buen compañero de viaje y lo más parecido a un amigo cuando tienes que hacer un trayecto en un transporte en el que te sientes solo. Gracias a él puedes sentir muchas de las emociones que has enumerado: emocionarte, llorar, reír, viajar fuera del propio vagón, a lugares más calmados, soñar, imaginar… Muchas por tus letras.

    • Admin
      Publicado a las 14:17h, 14 octubre Responder

      Efectivamente. Da igual que el trayecto sea largo o corto, cuando la historia es buena o nos interesa lo suficiente, tiene la capacidad de transportarnos a otro lugar en cuestión de segundos. Una de las cualidades mágicas de la lectura.

  • Gloria
    Publicado a las 13:58h, 14 octubre Responder

    Que maravilloso libro, hace poco que lo he leído, Libero y sus vivencias me han dejado huella
    He llegado aquí gracias a Sol Aguirre, todo lo que rodea a esta chica es pura fantasía!!

    • Admin
      Publicado a las 14:18h, 14 octubre Responder

      Sí, las vivencias de Libero calan hondo. Me alegro de que Sol te haya traído hasta aquí, gracias por tus palabras y tu tiempo. 🙂

  • Beatriz
    Publicado a las 06:42h, 15 octubre Responder

    Muchas gracias por tu reflexión. Utilizo la lectura en el transporte público como método de evasión de conversaciones o actos ajenos. He de decir que si alguna vez coincido con otros lectores alrededor de mí, también observó sus lecturas por ver si son compartidas o si veo alguna interesante para apuntarme a mi lista de lectura. Un saludo.

  • Isabel
    Publicado a las 13:37h, 23 noviembre Responder

    Qué suerte vivir ese momento. Es verdad que todavía hay románticos que leemos en el metro. Yo rara vez lo uso, pero cuando tengo que cogerlo me aseguro de llevar encima un libro. Lo difícil ahora es ver a personas sin hacer nada, sin aprovechar cualquier minuto para hacer algo. Todo son pantallas, cascos, o ambas cosas a la vez.
    Mi hermana viajó este verano a Holanda y me contó, asombrada, que nadie miraba el móvil en el transporte público. Impresionante.
    Hace poco leí que en esta nueva sociedad en la que convivimos nuestra atención está entrenada para estar enfocada tan solo 9 segundos.. y cuando pasan tienes que cambiar de temática, actividad o estímulo. No recuerdo dónde leí ese artículo o quién lo escribió.. seguramente dediqué a él más de 9 segundos y se volatilizó en mi desentrenada memoria.
    Saludos

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